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Jorge y yo encajábamos. Quizás no nos poníamos de acuerdo en qué cantidad de mantas hacían falta o echábamos a cara o cruz quién se levantaba a apagar la luz del pasillo que alguien (él o yo) se había dejado encendida. Al final siempre ganaba mi cara, aunque hubiéramos pactado que la cruz lo hacía. Con esos ojitos no puedo, se quejaba. Luego se levantaba y apagaba la luz del pasillo, pero no volvía directamente. Hacía una parada en la cocina y me traía lo que había sobrado del postre. Al final, cara o cruz, me tenía que levantar para lavarme los dientes. Más tarde apagábamos la luz y él disimuladamente empezaba a quitar esa manta de más que yo había negociado anteriormente. A mí no me importaba, no nos hacía falta.
Después del tercer postre él siempre preguntaba: ¿Cuándo te vas a venir conmigo? Ya sabes, vivir juntos. Y en ese momento la manta que había quitado con sigilo se convertía en el objeto más interesante del mundo. Despegaba de las sábanas hasta llegar al lugar en el que descansaba la manta en el suelo. Luego, Paloma, pequeña, ven aquí. Y yo iba, y él me abrazaba, y yo cerraba los ojos, y él ya no preguntaba. Por la mañana, él ya no estaba. En el cristal de la ventana una nota. ‘Buenos días, pequeña. ¿Me llamas cuando me leas?’ y lo llamaba, y él me daba los buenos días sonoramente, y yo sonreía, y él me decía que esa noche cenásemos fuera, y yo que vale, que me recogiese a las nueve, y él que de acuerdo, y yo que me tengo que ir a clase, y él que se tiene que ir a trabajar, y yo que no quiero colgar, y él que se ríe de mí, y yo que me enfado, y él que me manda un beso, y yo que me desenfado, y él que va a colgar, y yo que cuelgo. Luego cerraba la puerta de su casa y me aseguraba de que no se abría. Después corría escaleras abajo, huyendo, sin saber la razón.
Uno de esos días me encontré en la cerradura un juego de llaves. El llavero tenía forma de “P”. Algo descolocada cerré la puerta con una de las llaves y por primera vez estuve segura de que la puerta no se abriría. Olvidé al parecer el camino hacia las escaleras y me metí en el ascensor acompañada del tintineo de las llaves y con Jorge en mi cabeza. Mi independencia se reflejaba sola en el espejo y... se cerraron las puertas. Recordé por qué no me gustaban los ascensores. Pensé en Jorge (cuatro), en mis ganas de comerme el mundo (tres), en las llaves (dos), en mi autonomía (uno), en mi creciente dependencia (cero) y en Jorge de nuevo y… se abrieron las puertas.
Y entonces me di cuenta: Jorge y yo encajábamos, tan bien como mis nuevas llaves en la cerradura del portal aquella noche, cuando yo me empeñé en abrir por primera vez la puerta de nuestra casa.